El responsable del café

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(Mahón, isla de Menorca,1970). Desde muy joven he venido ejerciendo el columnismo y la crítica literaria en numerosos medios, obteniendo en 1994 el premio Mateo Seguí Puntas de periodismo. Actualmente soy colaborador de la revista Librújula (Premio Nacional al Fomento de la Lectura, 2023). Poeta oculto, como narrador he publicado las novelas "En algún lugar te espero" (accésit del Premio Gabriel Sijé, 2000. Reeditada en ebook en 2020, Amazon), "Hospital Cínico" (2013) y "Summertime blues" (finalista del premio Ateneo-Ciudad de Valladolid, 2019); y los libros de relatos "Las espigas de la imprudencia" (Bcn, 2003) , "Domingos buscando el mar" (Premio Café Món de Narrativa, 2007) y "Sopa de fauno" (2017). He obtenido un puñado de premios y menciones en certámenes nacionales de cuento y algunos de mis relatos figuran en varias antologías. Desde 2002 vivo y escribo en Hospitalet de Llobregat.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Un puñado de raros (II)

Ángel Vázquez 
         Señalado por algunos críticos como el último gran autor maldito de nuestro tiempo. Alcohólico, homosexual reprimido, con escasa confianza en sí mismo, Ángel Vázquez Molina (cuyo auténtico nombre, Antonio, cambió porque sonaba demasiado a torero) nació en 1929 en la colonia de Tánger. Su padre, un hombre violento que le maltrataba, se largó siendo él muy niño, razón por la cual Vázquez se crió en el mundo femenino de su madre y su abuela y entre los chismorreos en yaquetía (el castellano de los sefarditas marroquíes) de la clientela de la tienda de sombreros de su madre, un local muy popular en la ciudad. El conocimiento de esa lengua híbrida, hoy prácticamente extinguida, la emplearía el futuro escritor en su obra.
         Parece que Vázquez fue un niño tímido y solitario, dado a la imaginación. Básicamente autodidacta, frecuentaba las bibliotecas públicas de Tánger, donde leía todo lo que podía. Desempeñó diversos empleos modestos (oficinista, secretario de un abogado, librero, etc.) al tiempo que incurría en continuas rutas etílicas por los bares. Acudía de tarde en tarde a las fiestas galantes de Bárbara Hutton, compartió barra con el escritor beat William Burroughs y entabló amistad con Jane Bowles, la mujer del autor de “El cielo protector”. Pero al margen de esta vida social esporádica, su existencia fue gris. Empezó a escribir sin esperar nada, más como un medio de evasión que otra cosa. En esos primeros tiempos colaboró con el diario España. Con la inminente independencia de Marruecos, y desaparecida ya la época de esplendor colonial que había hecho de la ciudad un lugar cosmopolita e internacional, los problemas económicos de Vázquez aumentaron. De él dependían, además, su abuela y su madre enferma, así que no podía abandonar Tánger. Malvivió de sus empleos precarios, aunque había escrito una novela titulada “Se enciende y se apaga una luz”. Una de las pocas personas del mundo de las letras con quien tenía contacto y que creía en su talento era Carmen Laforet, otra desertora literaria temprana, la cual le animó a presentarse al premio Planeta de 1962 del que ella era jurado. Contra todo pronóstico el desconocido Vázquez se alzó con el premio, aunque el dinero que obtuvo se le fue en pagar deudas. Y fue a partir de aquí, cuando su suerte parecía cambiar, donde curiosamente comenzó el descenso irremediable de Ángel Vázquez. Sólo publicaría dos novelas más en los apenas 18 años que le quedaban de vida, dos obras separadas entre sí por un largo periodo de doce años y que pasaron totalmente desapercibidas pese a que fueron publicadas también por Planeta.
         Fallecidas su abuela y su madre, Vázquez se acogió a las ayudas que ofrecía el gobierno español para dejar Tánger y fue dando tumbos por diferentes ciudades hasta recalar en Madrid, donde conservaba unos pocos amigos de los años tangerinos (entre ellos, Eduardo Haro Tecglen). En la capital vagó de un empleo a otro, deteriorando su salud a marchas forzadas por el abuso del alcohol y las penurias económicas que siempre le acompañarían. En 1964 publicó “Fiesta para una mujer sola”, una nueva incursión en la psicología femenina que no obtuvo ninguna atención, y en 1976 la considerada como su obra maestra, “La vida perra de Juanita Narboni” que corrió una suerte similar. Hasta su muerte, acaecida en 1980 a los 50 años en un estado de decrepitud absoluta, el escritor vivió en una pensión de mala muerte, decepcionado por la recepción de sus obras y atormentado por las recurrentes dudas sobre su talento. Aunque cada vez más replegado en el silencio y la soledad, se sabe que Ángel Vázquez siguió escribiendo hasta el final, y de hecho sólo unas horas antes de que un ataque al corazón acabara con su existencia miserable había quemado sus dos últimas novelas, llevado por una dolorosa y durísima autoexigencia consigo mismo.
         “La vida perra de Juanita Narboni” es el largo monólogo de otra de esas mujeres solas que pueblan el universo de Vázquez. En su soliloquio, la protagonista recrea, expresándose en yaquetía, el Tánger fascinante que el autor conoció para narrarnos su esplendor y su decadencia. Al margen de su valor testimonial, se trata, por tanto, de la única manifestación literaria que recoge el habla española de los hebreos sefarditas, un castellano usado sobre todo por las clases populares y apenas conocido en la península. La novela llegó a ser seleccionada para el Premio de la Crítica de 1977, aunque no pasó de ahí, y luego fue sepultada prácticamente hasta nuestros días. La reivindicación de algunos autores actuales y la edición crítica de la editorial Cátedra en 2000 han revalorizado esta obra hasta el punto de ser considerada hoy como una de las novelas en castellano más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

Juan Antonio Payno  
         Entre los malditos y los malogrados, el caso de Payno se enmarcaría dentro de lo que podríamos tildar de raro o incluso de anecdótico, tal es así que durante muchos años corrió la leyenda de que el autor en cuestión no existía. Juan Antonio Payno, un escritor nacido en 1942, cursaba tercero de Económicas cuando en 1961 ganó, por sorpresa y con su primera novela, el Premio Nadal por su obra “El Curso”. Tenía sólo 20 años y desde entonces figura como el galardonado más joven de la historia del longevo premio. Hasta aquí todo sería normal, si no fuera por el hecho insólito de que, tras aquel triunfo prometedor, Payno desapareció por completo del panorama literario durante 36 largos años.
         Descubrí su existencia con 12 o 13 años, en una de mis inmersiones espeleológicas en uno de esos libros de lecturas que dormían el injusto sueño de las letras postergadas en el almacén de libros retirados de mi colegio. En esas páginas tiznadas de óxido aparecía un fragmento de “El Curso” y recuerdo bien la primera frase: “Eran las ocho de la mañana. El cielo estaba gris panza de burra”. Tuvieron que pasar algunos años para que leyera la novela entera, siempre sin olvidar que la había escrito un chaval muy joven. Se trataba de una radiografía de la juventud universitaria de la España de 1960, escrita en una prosa sencilla, sin grandes pretensiones estilísticas, y aunque la novela estaba correctamente estructurada no pasaba de ser el ejercicio primerizo de un autor que prometía. La obra, no muy bien recibida por la crítica de entonces (que no desperdició la ocasión de compararla con la novela finalista de otro gran raro, la del novelista navarro Pablo Antoñana, ni de recordar que Payno era sobrino de Dámaso Alonso), quedó como un curioso retrato sociológico de una juventud que se constituía en gran medida como la primera de muchas generaciones en lograr llegar a la universidad. Recuerdo su lectura con agrado, aunque han pasado de ello 20 años.
         En una ocasión, tertuliando en el santuario libresco del escritor Esteban Padrós de Palacios, salió a colación el caso Payno. A principios de los 60 Esteban colaboraba en la revista Papeles de Son Armadans  que dirigía Cela y había tenido que hacer la reseña de “El curso”. No la recordaba con especial estimación. Se levantó y fue a buscar el libro entre los miles que cubrían las paredes. Aún estaban ahí las notas que tomó durante su lectura. Leyó algunas, reparos en su mayoría. Payno era muy joven, cierto, pero al lado de cualquier escritor veinteañero actual parecería hoy un escritor más que notable. El tiempo a veces engaña, mejora las cosas. Otras, no. Al final nos preguntamos lo inevitable: ¿Y qué habría sido de Payno?
         Payno se evaporó, se convirtió en una anécdota curiosa y fue olvidado. Acabó la carrera, hizo el doctorado y posteriormente se dedicó a su Cátedra de Estructura Económica, algo bien poco literario, como si su novela premiada hubiera sido un simple devaneo de juventud. Pero en 1997, tres décadas y media después, Alfaguara publicó una nueva novela suya, “Romance para la mano diestra de una orquesta zurda”. Cuando le preguntaron por el motivo de su largo silencio, Payno se limitó a contestar: sencillamente no tenía nada que contar. También adelantó que estaba revisando el que debía ser su tercer libro, pero bien fuera porque las críticas a esa segunda novela no fueron las esperabas, bien por el afán de seguir alimentando su leyenda, lo cierto es que han pasado otros 13 años y ese supuesto libro nunca apareció.